BLANCA NIEVES
La
danza caprichosa de los copos y el paisaje nevado de aquel día invernal
llamaron la atención de una reina que bordaba junto a la ventana de ébano de
su alcoba real. Estaba tan fascinada con el blanco espectáculo que, sin
darse cuenta, se pinchó en un dedo con la aguja. Tres gotas de roja sangre
cayeron sobre la nieve. Al ver el bello contraste del rojo de la sangre con
el blanco de la nieve, la reina pensó: "Si yo tuviera un niño tan blanco
como la nieve, tan rojo como la sangre y con los cabellos tan negros como la
madera de este marco..."
El deseo de la reina se cumplió. Al poco tiempo esperaba un hijo. Cuando
llegó la hora del nacimiento, abrió los ojitos a la luz una niña tan
sonrosada como la sangre, tan blanca como la nieve y con los cabellos tan
negros como el ébano, por lo que le pusieron el nombre de Blancanieves. La
reina murió al dar a luz.
El rey lloró a su esposa querida y la pequeña Blancanieves fue su consuelo.
Sin embargo, ésta necesitaba una mamá y, pensando en la niña, el rey se casó
nuevamente.
La segunda esposa del rey era una mujer muy hermosa pero arrogante y
presumida. No podía soportar que otra mujer la superara en belleza. Tenía un
espejo mágico con el que hablaba y cuando se miraba en él decía:
–Espejito, espejito que me ves, la más hermosa de todo el reino, dime,
¿quién es?
El espejo le respondía:
–Reina, de todas las mujeres, eres la más hermosa del reino.
Ella quedaba satisfecha, pues sabía que el espejo decía la verdad.
Blancanieves, en tanto, iba creciendo y se hacía cada vez más bella. Cuando
cumplió los diecisiete años era ya tan hermosa como la luz del día; más que
la misma reina. Así, un día, cuando ésta le preguntó a su espejo:
–Espejito, espejito que me ves, la más hermosa de todo el reino, dime,
¿quién es?...
El espejo no respondió lo de siempre:
–¡Oh, reina, que sin duda la más hermosa eras!, ahora Blancanieves mil veces
te supera.
La vanidosa reina se asustó al escuchar esta verdad. Se enfermó de envidia y
cada vez que veía a Blancanieves, una oleada de odio le subía desde el
corazón a la cara, que se le ponía negra.
La envidia y el odio fueron apoderándose de su corazón como la mala hierba, hasta tal punto que no tenía ni un minuto de descanso. Ni de día, porque Blancanieves jugaba alegrando el palacio; ni de noche, porque la imagen luminosa de la niña no se podía apartar de su mente. Cuando ya no pudo disimular sus sentimientos, mandó llamar a un cazador y le dijo:
–Toma a la niña y llévala
contigo al bosque. No quiero volver a verla. Cuando llegues a lo más
profundo del bosque, la matarás y me traerás como prueba sus pulmones y su
corazón.
El cazador cumplió la orden de la reina. Tomó a la niña de la mano y le dijo
amablemente:
–¿Vamos a pasear al bosque, querida niña?
–Sí, me gustan los pájaros del bosque. ¡Vamos! –contestó Blancanieves, feliz
por aquel paseo.
La hermosa niña iba saltando como una gacela, alegre como los pájaros. De
repente el cazador la sujetó fuertemente, sacó el cuchillo de monte y se
disponía a traspasar el inocente pecho de Blancanieves, cuando miró sus ojos
interrogantes y bellos. Éstos, percibiendo lo que iba a pasar, se habían
llenado de lágrimas. Y una vocecita temblorosa por el miedo suplicó:
–¡No me mates! Déjame vivir; yo me quedaré en el bosque y no regresaré nunca
junto a mi madrastra.
Era tan preciosa, tan inocente y desvalida aquella niña, que el cazador se
llenó de compasión.
–Vete rápido, querida niña –le replicó–. Vete y que Dios te proteja.
"Las fieras darán cuenta de ella muy pronto", pensó. Al mismo tiempo sintió
que se le quitaba un gran peso de encima al no tener que matarla.
La pobre niña empezó a caminar sola por el bosque huyendo del cazador.
Mientras éste esperaba que desapareciera, acertó a ver un cachorro de jabalí
que se acercaba adonde él estaba. Le fue fácil atraparlo. Lo mató con su
cuchillo, le sacó los pulmones y el corazón y corrió a llevarlos a la reina
como prueba.
El cocinero tuvo que cocerlos con sal y servirlos a la pérfida mujer, que se
los comió creyendo que eran los pulmones y el corazón de Blancanieves, su
inocente y odiada rival.
Mientras tanto, la niña sintió su desamparo en el inmenso bosque. Tenía
tanto miedo que se quedó paralizada mirando las hojas de los árboles sin
saber qué hacer. Luego reaccionó y empezó a correr sobre las puntiagudas
piedras y las espinas que herían sus delicados pies. Las fieras pasaban a su
lado sin hacerle daño y ella las miraba sin susto. Parecía que las fieras y
la niña se entendían y respetaban. A veces un rugido se convertía en
amistoso gruñido ante la frágil figura de Blancanieves.
Caminó y caminó mientras las piernas la sostuvieron. Empezaba a oscurecer.
Al fin, rendida, se durmió sobre el follaje pero no pudo dormir tranquila,
cada ruido y sombra del bosque aumentaban su miedo.
Así y todo, por fin llegó la mañana y se dio cuenta de que muchos y
simpáticos animalitos la miraban con alegría. Unos pajarillos y un pequeño
cervatillo le dijeron que cerca había una pequeña casa en la cual podría
descansar. Blancanieves buscó el lugar señalado y, en efecto, a lo lejos
divisó una pequeña casita y se dirigió a ella reuniendo sus últimas fuerzas.
La puerta estaba abierta y entró. En la casita todo era diminuto, pero tan
bonito y limpio que la niña empezó a mirarlo fascinada. Había una mesita
cubierta con un mantelito blanco. Sobre ella había siete platitos servidos;
cada uno con su cucharita, siete cuchillitos, siete tenedorcitos y siete
vasitos con vino.
En otra pieza, y alineadas junto a la pared, se encontraban siete camitas,
con sábanas blanquísimas y blandos cubrecamas. Todo estaba dispuesto y en
orden, como para recibir a siete personas chiquitas.
Blancanieves tenía hambre y estaba muy cansada. Comió de cada platito un
poco de verdura y pan, porque no quería quitarle la comida a ninguno; bebió
de cada vasito un sorbo de vino y, como tenía mucho sueño, fue probando a
tenderse en las camitas, pero ninguna parecía ser de su medida. Al fin,
decidió tenderse a lo ancho de cuatro camitas y, luego de rezar una oración,
se durmió.
Cuando se hizo de noche llegaron los dueños de la casita: eran siete
enanitos que venían cansados de su trabajo. Ellos cavaban y horadaban los
cerros buscando oro y plata. Encendieron sus sietes lamparitas y al quedar
iluminada la casita se dieron cuenta de que alguien había estado allí, pues
nada se encontraba tal y como lo habían dejado en la mañana.
–¿Quién se ha sentado en mi silla? –dijo el primero.
–¿Quién ha comido en mi plato? –preguntó el segundo.
–¿Quién ha cortado un pedazo de mi pan? –dijo el tercero.
–¿Quién comió de mi ensalada? –preguntó asombrado el cuarto.
–¿Quién ha usado mi tenedor? –dijo el quinto.
–¿Quién ha cortado con mi cuchillo? –preguntó receloso el sexto.
–¿Quién ha bebido de mi vaso? –dijo pensativo el séptimo.
El primero miró a su alrededor y luego se dirigió al dormitorio. Al examinar
las camas descubrió a Blancanieves dormida.
Maravillado llamó a los demás, que se acercaron corriendo y rodearon
admirados las camas. A la luz de sus lamparitas, casi no daban crédito a sus
ojos al ver a aquella niña tan bella.
–¡Oh Dios! ¡qué preciosidad de niña! –exclamaban, conteniendo sus gritos de
asombro para no despertarla.
Se acostaron muy callados, donde pudieron. Al clarear el día Blancanieves se
despertó y, al ver a los siete enanitos, se asustó. Pero ellos la saludaron
cariñosamente.
–¿Cómo te llamas? –le preguntaron.
–Blancanieves –respondió la niña.
–¿Cómo has llegado a nuestra casa? –le preguntó el primero.
Con su vocecita cantarina y suave, Blancanieves les contó cómo su madrastra
había ordenado que un cazador la matara; cómo el buen cazador le había
perdonado la vida dejándola sola en el bosque, y el miedo que había pasado
andando sin parar todo ese día y la noche hasta que, casi muerta de
cansancio, había encontrado este refugio.
Los enanitos escucharon a la niña y se compadecieron de su desgracia. La
miraron con cariño y le dijeron:
–Puedes quedarte con nosotros, si quieres. Te protegeremos y nada te
faltará, pero tendrás que ayudarnos cuidando de la casa, haciendo la comida,
arreglando nuestra ropa y poniendo todo en orden.
–Claro que sí –dijo Blancanieves agradecida-. Lo haré de todo corazón.
Y así fue como Blancanieves se quedó a vivir con los enanitos. Éstos la
querían como si fuera una hermanita y la cuidaban como se cuida un tesoro.
Cada día, al regresar del trabajo, Blancanieves los recibía en la puerta,
alegre de verlos. La comida estaba ya servida, la casa limpia y adornada con
flores y todo colocado en su sitio. Los buenos enanitos le advirtieron:
–Cuídate de tu madrastra. Pronto sabrá que te encuentras aquí. No dejes
entrar a nadie.
La reina, entretanto, creyendo que era nuevamente la más hermosa, corrió a
ponerse ante el espejo y le preguntó:
–Espejito, espejito que me ves, la más hermosa de todo el reino, dime,
¿quién es?
A lo que el espejo respondió:
–¡Oh, reina, que la más hermosa sin duda eras!, ahora Blancanieves, allá
entre los árboles del bosque, con los siete enanitos, en mil veces te
supera.
Entonces la reina se asustó porque sabía que el espejo sólo decía la verdad.
Comprendió que había sido engañada por el cazador y que la odiada
Blancanieves aún vivía.
La envidia se hizo dueña de su corazón y empezó a buscar de nuevo la manera
de matarla.
Al fin se le ocurrió disfrazarse de vendedora de frutas.
Se pintó la cara, se puso una peluca de vieja, se vistió con trajes de mujer
comerciante y quedó tan diferente que nadie podría reconocerla.
Con ese disfraz se internó en el bosque y caminó hasta que encontró la blanca casita de los enanos. Llamó a la puerta.
–¡Buena mercancía vendo! –pregonó–, ¡vendo fruta!
Blancanieves se asomó a la ventana y la llamó:
–¡Buenos días, señora! ¿Qué es lo que vende?
–Buena mercancía, preciosa mercancía –respondió la mujer-. Cintas de todos
los colores y hermosas manzanas –y sacó una cinta tejida con sedas de
colores.
Blancanieves pensó: "A esta honrada mujer puedo dejarla entrar". Abrió la
puerta y le compró una bonita cinta para adornar sus cabellos.
–¡Oh niña, qué linda eres! –dijo la vieja-. Toma, quiero regalarte esta
hermosa manzana para que la disfrutes.
Sin sospechar nada, Blancanieves cogió la fruta y la mordió. Casi de
inmediato cayó al suelo, quedando como muerta, ya que la manzana contenía un
potente veneno puesto por la madrastra.
–Tiene las mejillas sonrosadas –dijo uno.
–Pareciera que duerme –dijo otro.
–No podemos sepultaría en la negra tierra –dijo con pena el mayor de todos.
–Hagamos un sarcófago de cristal –dictaminó el más prudente.
Trabajando día y noche lograron hacer una preciosa urna de cristal
transparente. Ésta permitía ver de todos lados a la hermosa Blancanieves,
que seguía tan lozana que empezaron a pensar que estaría siempre como cuando
la encontraron dormida por primera vez.
En el exterior de la urna grabaron su nombre: BLANCANIEVES, y le añadieron
una corona de oro y piedras preciosas para que se supiera que era una
princesa. Finalmente la pusieron adentro, cerraron con cuidado la urna y
emprendieron el camino hacia la cumbre de un cerro. Allí se quedaría uno de
los enanos haciendo guardia por turno.
Las estrellas y la luna se reflejaban de noche en el cristal y los animales
se acercaban a la niña a llorar su muerte. El primero fue un búho, luego un
cuervo, después una paloma, y así todos los animales fueron llegando a
expresarle cariño, cada uno a su manera.
Pasó el tiempo y Blancanieves yacía en el sarcófago sin descomponerse.
Parecía una flor fresca y lozana, una hermosa princesa dormida dulcemente.
Blanca como la nieve, roja como la sangre y con una cabellera negra como el
ébano, que caía como acariciando su cuello hasta reposar sobre sus hombros y
la blanca túnica.
Un día paseaba un príncipe por el bosque y se perdió. Caminando sin saber
adónde iba, llegó hasta la casa de los enanos.
–¿Puedo pasar aquí la noche? –preguntó cuando le abrieron la puerta–. Estoy
perdido y no encuentro el camino de regreso adonde me esperan mis criados.
–Pase, buen caballero. Compartiremos la cena y luego subiremos a la montaña
para ver a Blancanieves.
–¿Quién es Blancanieves? –preguntó el príncipe.
Le hicieron pasar, sirvieron la cena y le contaron la historia de la querida
niña, su niña; la alegría de aquella casita que había quedado triste por la
maldad de una reina envidiosa de su belleza.
–Ahora está en la montaña. Vamos a verla dijeron los enanos.
Cuando el príncipe vio el sarcófago de cristal, leyó lo que estaba escrito
en letras de oro y contempló la hermosura de Blancanieves, se quedó
embelesado. Entonces dijo a los enanos:
–Déjenme el sarcófago. Yo les pagaré por él todo lo que me pidan.
Pero los enanitos, rodeándolo como para proteger su tesoro más querido,
respondieron:
–No lo daremos ni por todo el oro del mundo.
–Regálenmelo entonces –dijo el príncipe– pues no podré vivir sin contemplar
a Blancanieves. Quisiera honrarla y respetarla como a mi ser más querido.
Al oírle hablar así, los buenos enanitos se compadecieron y le dieron el
sarcófago:
–¿Nos permitirá que vayamos a verla? –preguntó el mayor de todos,
conteniendo las lágrimas, pero al mismo tiempo lleno de alegría al saberla
mejor protegida que por ellos.
–Claro que sí. La podrán ver cuantas veces quieran.
El príncipe y los enanitos fueron a buscar a los lacayos para que llevaran
el sarcófago sobre sus hombros. La comitiva emprendió la marcha, bajando
lentamente de la montaña, acompañados de los animales del bosque, que le
daban su adiós cantando y algunos revoloteando para verla desde lo alto.
De pronto tropezaron con un arbusto. Con la sacudida, Blancanieves vomitó el
trocito de manzana que había comido.
Al rato abrió los ojos, sintió el balanceo rítmico de los pasos de quienes
la llevaban, vio la tapa de cristal que la cubría y la levantó con las dos
manos para poder respirar el aire fresco. Estaba viva nuevamente.
–¡Oh, Dios mío!, ¿dónde estoy? –gritó, incorporándose.
El asombrado príncipe, que iba a caballo escoltando la urna, exclamó lleno
de emoción y alegría:
–¡Estás conmigo!
La comitiva se detuvo, colocaron la preciosa urna en el suelo y Blancanieves
salió de ella tan hermosa como si nada le hubiera sucedido. Se sentaron
todos en el prado y cada uno contó lo que había pasado. La joven contó cómo
la había engañado la falsa vendedora de manzanas y todos celebraron aquel
tropezón de los lacayos que la revivió.
–Te quiero más que a nada en el mundo –le dijo el príncipe–. Ven conmigo al
palacio de mi padre y serás mi esposa, si es que estás de acuerdo. A
Blancanieves le pareció bien y a los enanos también. Éstos regresaron a su
casita del bosque y ella siguió al príncipe.
En el
palacio se preparó la boda con gran pompa y lujo. Se invitó a numerosas
personalidades de otros reinos y también a la malvada madrastra de
Blancanieves. Ésta se puso un hermoso vestido y llena de vanidad se colocó
ante el espejo y preguntó:
–Espejito, espejito que me ves, la más hermosa de todo el reino, dime,
¿quién es?
Y el espejo respondió:
–¡Oh, reina, que la más hermosa sin duda eras!, ahora la joven reina mil
veces os supera.
La malvada reina lanzó un grito y sintió tanto miedo que no supo qué hacer:
"¿Iré a la boda?, ¿no iré?", se preguntaba. Pero al fin pudo más su
curiosidad: tenía que ver a esa joven reina.
Al llegar y reconocer a Blancanieves quedó petrificada de espanto; llegaba
la hora de su castigo. Desesperada, salió corriendo hasta perderse y dicen
que subiendo la montaña cayó a un precipicio y desapareció.
Blancanieves lloró de pena, pero no pudo evitar que se hiciera justicia.
Dicen que fue muy feliz y la reina más buena de la tierra.