LA CENICIENTA
Existió en una ocasión, en un lejano país de gente muy trabajadora y
esforzada un gentilhombre que se quedó viudo. Al morir su adorada esposa le
dejó una hija tan linda como dulce y angelical. Creyendo hacer lo mejor, él
pensó que sería bueno darle una nueva madre a su desamparada hija y antes de
que terminara el siguiente invierno se casó en segundas nupcias con una
mujer bella, pero altiva y orgullosa como la que más.
Ella también tenía dos hijas, de la misma edad que la de él. "Así mi hija no
se sentirá sola –pensó el buen padre–; al mismo tiempo que una segunda
madre, mi hija gana dos hermanas." Pero la realidad no fue así por culpa de
la altiva y orgullosa mujer que había tomado por esposa.
Apenas se celebraron las bodas, la madrastra dio rienda suelta a su mal
carácter:
—No soporto a esta niña, a esta mosquita muerta –decía con desprecio–. Ya le bajaré sus aires de reina de belleza. Aquí somos mis hijas y yo las señoras: ella tendrá que servirnos. ¡No faltaba más!
Las dos hijas eran aún más
odiosas. Envidiaban a la hermanastra porque era bella y la despreciaban
porque era sencilla, humilde y buena.
El buen padre comprendió tardíamente su equivocación y no tuvo el valor de
rectificarla haciendo valer su autoridad.
—Mi hija querida hace las tareas más viles de la casa, cuando la verdadera
dueña es ella. Pero ya estoy casado y hay que mantener la familia en paz
–decía, resignado a veces y engañado por su mujer casi siempre.
—Es una niña díscola y rebelde. No nos quiere y yo tengo que educarla. Debe
aprender a obedecer y a ser humilde –decía la madrastra.
El pobre hombre acabó siendo
dominado por su mujer y no parecía sufrir al ver a su hija lavar los platos,
barrer, limpiar, asear la habitación de la señora y la de las señoritas.
La niña subía por la noche al desván, donde dormía en una cama desvencijada
y sobre un viejo colchón. Sus hermanastras, en cambio, ocupaban lo que
fueron sus habitaciones, tenían camas modernas y cómodas, espejos donde
podían mirarse de cuerpo entero y disponía de todo el día para acicalarse.
La pobre chiquilla lo soportaba todo con paciencia y no se atrevía a
quejarse a su padre; sabía que ello empeoraría las hostilidades de la
madrastra y sus hijas. Además, no adelantaría nada.
—Estoy sola en el mundo, madre mía –decía, dirigiéndose a la imagen de su
madre que conservaba dentro de ella. Evocaba su recuerdo, pero la querida
imagen permanecía callada.
Cuando terminaba su dura labor del día, iba a un rincón de la chimenea y se
sentaba en las cenizas, que tiznaban sus manos y vestidos. Por ello las
envidiosas hermanastras la llamaban Cenicienta. Pero la dulce muchachita, a
pesar de sus vestidos cenicientos y viejos, no dejaba de ser cien veces más
hermosa que sus hermanas, que siempre lucían magníficos vestidos.
Sucedió un día que el hijo del rey organizó un baile, al que invitó a todas
las personas que más brillaban en la sociedad. Las dos vanidosas hermanas
fueron invitadas también, pues estaban en el candelero de la sociedad del
país.
Ambas parecían locas; estaban contentas y se pavoneaban vanidosas. La tarea
de elegir vestidos y peinados se convirtió en un ajetreo que arrastraba como
un torbellino a la pobre Cenicienta.
—Tienes que planchar mis vestidos y almidonar los puños –decía la mayor.
—Y cuando termines, debes empezar por planchar los míos y coser todo lo que
haya que arreglar –decía la menor.
Cenicienta se tragaba la pena y se sometía sonriendo a todos los caprichos
de aquellas dos perezosas insolentes, que no hablaban más que de la forma
como se vestirían.
—Yo –dijo la mayor– me pondré el vestido de terciopelo rojo con adornos de
Bruselas.
—Yo –dijo la menor– sólo llevaré una falda corriente; pero, en cambio, me
pondré la capa con flores de oro y mi broche de diamantes, que no es de los
que se ven todos los días.
Querían peinados de dos pisos, que fueran espectaculares; había que atraer
la atención del príncipe a cualquier precio.
—¿Qué te parece la idea? –preguntaron a Cenicienta–. Tú no dejas de tener
buen gusto. También iremos a comprar lunares postizos. ¿Qué tal nos
quedarán?
Cenicienta las aconsejó lo mejor que pudo y hasta se ofreció para peinarlas.
Aceptaron encantadas. Mientras ella las peinaba, ambas le dijeron:
—Cenicienta, ¿te gustaría ir al baile?
—¡Ay! ustedes se están burlando de mí; a ese baile nadie me ha invitado.
—!Por supuesto! –dijeron las vanidosas hermanastras-. ¡Cómo se reirían si
vieran en el baile de gala a una tiznada!
Cenicienta se sintió insultada y las lágrimas nublaron sus hermosos ojos,
pero las disimuló y no hizo lo que otra menos buena que ella habría hecho:
peinarlas mal.
La habilidad y el buen gusto de Cenicienta quedaron de manifiesto en dos
peinados artísticos y sentadores. Sus hermanastras no se lo agradecieron
porque no tenían capacidad para agradecer. Eran orgullosas y altivas. Además
andaban como locas. Rompieron más de doce cordones tratando de apretarse el
corsé para conseguir una cintura fina. Estaban siempre frente al espejo y no
podían mirar sin envidia la figura que escondían los toscos vestidos de
Cenicienta.
Al fin llegó el momento feliz. Salieron en la carroza luciendo los costosos
vestidos y las mejores joyas.
Cenicienta las siguió con los ojos todo el tiempo que pudo, hasta que la
carroza desapareció. Cuando ya no las vio, se echó a llorar desconsolada.
Pero, ¡oh maravilla! a su lado apareció su madrina, un hada buena que la
miró con ternura:
—¿Por qué lloras, mi querida ahijada? ¿Qué te pasa? –le preguntó.
—Me gustaría... Me gustaría mucho –decía Cenicienta sin poder terminar la
frase en medio del llanto.
—Te gustaría mucho ir al baile, ¿no es eso? –-le preguntó su hada madrina
acariciándola.
—¡Ay, sí! ¡Quiero ir a ese baile! –dijo suspirando Cenicienta.
—Pues bien, porque eres buena y lo mereces, yo voy a hacer que vayas.
La tomó por los hombros temblorosos y se la llevó a su habitación.
—Anda al jardín –le dijo– y tráeme la mejor calabaza que encuentres.
Cenicienta hizo lo que se le pedía y en pocos minutos volvió, trayendo
consigo una hermosa calabaza. No entendía qué tenía que ver una calabaza con
lo de ir al baile.
Su madrina vació la calabaza sin dejar más que la cáscara. Cenicienta la
miraba sin comprender aún. De repente, su madrina tomó la varita mágica y en
su frente apareció un brillo como de estrella. Tocó la calabaza con la
varita y la fea calabaza se convirtió en una dorada carroza; hermosa como la
de una princesita.
—¿Dónde está la trampa para ratones? –preguntó luego.
—Allí, en uno de los rincones de la buhardilla –respondió Cenicienta.
—Vamos allá –dijo alegremente su madrina-. Saquémosla al jardín.
En la trampa había seis ratoncitos aún vivos.
—Levanta la tapa de la trampa y ya verás lo que sucede –ordenó el hada.
Cenicienta levantó la puerta de alambre y rápidamente apareció el primer
ratón, buscando ser libre. El hada madrina lo tocó con su varita y el ratón
se convirtió en un hermoso caballo. Detrás del primero fueron saliendo los
cinco ratones restantes y en menos de un minuto quedó formado un precioso
tiro de seis caballos.
La madrina dijo preocupada:
—No tenemos cochero...
—Voy a buscar una rata en la otra trampa –sugirió Cenicienta.
—Tienes razón –dijo su madrina–. Anda a ver.
Cenicienta trajo otra trampa donde había tres ratas gordas. El hada tomó una
de ellas, que tenía unos largos bigotes, la tocó y la dejó convertida en un
gordo cochero que lucía los más hermosos bigotes que se hayan visto jamás.
Cenicienta estaba entusiasmada.
—Anda al rincón donde está la regadera –dijo la madrina–. Detrás de ella hay
una camada de lagartos. Tráeme seis de ellos.
Cuando los tuvo delante, los convirtió en seis lacayos, que subieron
rápidamente a la parte trasera de la carroza con sus uniformes relucientes.
Se agarraron a ella como si no hubieran hecho otra cosa en toda su vida.
—Bueno, mi niña; ya tienes cómo ir al baile. ¿Estás contenta?
—Sí, pero... ¿voy a ir con estos vestidos tan feos?
No había terminado la pregunta cuando sintió el leve toque de la varita
mágica. Algo vibró dentro de ella. Sus vestidos se convirtieron en fino
brocado de oro y plata recamado con piedras preciosas, que ceñían su fina
cintura y se desplegaban en vuelos hasta cubrirle los pies. Sus dorados
cabellos caían en graciosas guedejas aprisionadas por una hermosa diadema de
oro y brillantes.
¿Qué le faltaba ahora?
Los ojos de la madrina vieron los toscos zuecos que calzaba Cenicienta. Se
agachó hasta tocarlos y dejarlos convertidos en un par de zapatitos de
cristal que se adaptaban a sus lindos pies.
¡Estaba hermosa! Ahora sólo le faltaban unas flores prendidas en la cintura.
Dos rosas perfumadas surgieron como por encanto.
—Sube a la carroza –dijo el hada madrina– y presta atención a lo que voy a
recomendarte. Dejarás el baile antes de que se escuchen las campanas del
reloj a la media noche. A las doce todo volverá a ser natural: la carroza
será calabaza; los caballos, ratones; el cochero, una rata, y los lacayos,
lagartos. Tus vestidos serán de nuevo los de Cenicienta. No lo olvides.
—No, madrina; saldré del baile antes de las doce de la noche –y se puso en
marcha llena de gozo.
El hijo del rey, a quien avisaron de la llegada de una desconocida princesa,
corrió a recibirla. Le dio la mano cuando bajó de la carroza y la condujo a
la sala donde estaban los invitados.
Se hizo un gran silencio. Todos dejaron de bailar y los violines dejaron de
tocar, como embobados al contemplar la gran belleza de aquella desconocida.
No se oía más que un confuso rumor:
"¡Ah! ¡Qué hermosa!"
El mismo viejo rey no dejaba de mirarla y de decirle bajito a la reina:
—Hace mucho tiempo que no veía una joven tan bella y agradable.
Todas las damas observaban con mucha atención el peinado y los vestidos de
Cenicienta para imitarlos a la mañana siguiente, si es que encontraban telas
tan bellas y modistos tan diestros.
El hijo del rey la colocó en el lugar de más honor y luego la invitó a
bailar. Al verla bailar con tanta gracia la admiraron mucho más. "Pero
¿quién será?", se preguntaban.
Cuando llegó el momento sirvieron la cena. El príncipe estaba tan embobado
que se olvidó de comer y nada probó.
Cenicienta fue a sentarse al lado de sus hermanas y les hizo mil
demostraciones de cortesía. Compartió con ellas las naranjas y las frutas
que le envió especialmente el príncipe, dejándolas muy admiradas, pues no la
reconocieron ni sospechaban para nada que fuera alguien cercana a ellas.
El baile se reanudó. El príncipe volvió a invitarla a bailar y de nuevo
todas las miradas la siguieron admiradas.