EL GATO CON BOTAS
Había una vez un honrado molinero
que tenía tres hijos. Por estos tres hijos trabajó toda su vida esperando
dejarles al morir una buena herencia. Pero jamás llegó a tener riquezas. El
trabajo del molinero no daba para hacerse rico.
Un día, cuando ya era viejo, murió. Sus hijos lloraron al padre que, aunque
pobre, había sabido enriquecerlos con los valores de la honradez.
La herencia consistía en un molino, un burro y un gato.
–¿Llamaremos a un notario para hacer la repartición? –preguntó el mayor.
–¿Para qué? –dijo el menor–.
Entre los tres nos repartiremos las cosas. Hagamos que la suerte decida.
Cada uno sacó un papelito de una
bolsa y en cada papel estaba el nombre de lo que la suerte les deparaba.
Al mayor le tocó el molino; al segundo, el burro, y al menor no le tocó otra
cosa que un gato. ¡Un simple gato!, porque los gatos sólo sirven para cazar
ratones y dormir junto al fuego.
El muchacho quedó desconsolado con tan poco recibido.
–Mis hermanos –decía– podrán ganarse bastante bien la vida juntándose los
dos. Pero yo... puedo comerme el gato, puedo hacerme unos guantes con su
piel, ¿y después? Tendré que morirme de hambre.
El gato, que oía estas palabras bastante humillado, pero que se hacía el
desentendido, le dijo con aire sosegado y muy serio:
–No se aflija, mi amo: no tiene más que darme una bolsa, mandar que me hagan
un par de botas a la medida para que pueda meterme en un zarzal sin
lastimarme y verá cómo su herencia no es tan mala como cree.
–Creo que eres un gato inteligente. Te daré lo que me pides y... ¡ya veremos
qué resulta!
Aunque no se hacía muchas ilusiones, el amo del gato le compró una buena bolsa y, luego de unos días, un zapatero le trajo las botas más raras que había hecho en su vida. Aunque tuvo que aceptar que con ellas el gato se veía hecho un señor.
–¡Gracias, amo! –dijo el gato–, no se arrepentirá de haber gastado su dinero
en mí.
Y salió corriendo con la bolsa al hombro.
El muchacho sintió confianza al verlo tan decidido y emprendedor. Se veía en
los ojos gatunos una inteligencia poco común.
"A lo mejor no resulta tan mala mi herencia" –se dijo para consolarse.
El gato se fue a un terreno donde
había muchos conejos, abrió su bolsa y puso en ella hierbas que él sabía que
les encantaban a los conejos. Se tumbó haciéndose el muerto, pero con los
cordones de la bolsa en la mano, y esperó a que algún conejito inexperto en
las trampas de este mundo viniera a meterse en ella para comer lo que había
adentro.
No tuvo que esperar mucho. Un conejito joven y distraído entró en el saco.
El gato tiró en seguida de los cordones y la bolsa se cerró con el conejito
adentro.
–Lo siento, conejito, pero tengo que matarte para ayudar a mi amo.
En un dos por tres lo mató y, muy orgulloso de su habilidad, se fue al
palacio del rey y solicitó hablarle.
Al ver un gato tan educado y caminando sobre sus dos patas, que calzaban
unas lindas botas, le hicieron subir a los aposentos de Su Majestad, donde
nada más entrar hizo una profunda reverencia al rey y le dijo:
–Majestad, éste es un conejo de campo que el señor Marqués de Carabás (era
el nombre que le había parecido bien para su amo) me encargó ofrecerle de su
parte.
Al decir esto, le entregó el conejo a un paje. El rey le dijo amablemente:
–Dile a tu amo que lo acepto agradecido y que me gusta mucho.
Otro día el gato se fue a esconder en un trigal, siempre con la bolsa
abierta y con un puñado de granos de trigo adentro, y siempre haciéndose el
muerto.
Al poco rato entraron dos perdices en la bolsa; tiró de los cordones y las
atrapó a las dos. También se disculpó por tener que matarlas, porque no
había más remedio: "Yo soy un gato bueno, pero responsable de mi amo",
pensó.
De nuevo fue al palacio del rey a ofrecerle las perdices en nombre de su
amo, como había hecho con el conejo.
El rey recibió con agrado el regalo y ordenó a sus sirvientes:
–Den al señor Gato una buena propina.
Durante dos o tres meses siguió el gato cazando y llevando de vez en cuando
al rey algunas buenas piezas de parte de su amo.
Un día se enteró de que el rey estaba preparándose para salir de paseo en su
carroza con su hija, la princesa Rosalinda, la más hermosa del mundo, que
quería pasear a orillas del río.
Corrió donde su amo y le dijo:
–Si quiere seguir mi consejo, su fortuna es cosa hecha. No tiene más que
bañarse en el río, en el lugar que yo le indique. Luego me deja hacer a mí.
El Marqués de Carabás hizo lo que le aconsejaba su gato, sin saber adónde
iría a parar aquella nueva extravagancia.
Mientras se estaba bañando, el rey pasó en su carroza y el gato se puso a
gritar con todas sus fuerzas:
–¡Socorro, socorro, que se está ahogando el Marqués de Carabás!
Al oír estos gritos, el rey sacó la cabeza por
la portezuela y al reconocer al gato que tantas veces le había llevado
piezas de caza, ordenó a sus guardias:
–Vayan en seguida y ayuden al Señor Marqués de Carabás.
Mientras estaban sacando al pobre marqués del río, el gato se acercó a la
carroza real y dijo al rey:
–¡Gracias, Majestad! Mi amo acaba de ser víctima de un robo. Unos ladrones
le han robado la ropa. Yo he gritado: "¡al ladrón!", pero nadie me oyó y mi
amo ha quedado sin ropa. No puede salir del agua.
"El rey ordenó en seguida:
–Vayan los encargados a mi guardarropa y escojan uno de mis mejores trajes
para el Marqués de Carabás.
–Muchas gracias de nuevo, Majestad –dijo el gato–. Mi amo, el Señor Marqués
de Carabás vendrá a agradecerle cuando pueda presentarse vestido ante su
rey.
La orden del rey fue cumplida con diligencia y el Marqués de
Carabás acudió a la carroza para dar las gracias por el favor recibido.
El hermoso traje que vestía realzaba su buen aspecto. Era joven, apuesto, y
la hija del rey lo encontró muy de su gusto. El Marqués de Carabás la miró,
primero respetuosamente y luego sus miradas se volvieron tiernas. La
princesa se enamoró locamente de él.
El rey también encontró que el apuesto joven era una buena pareja para la
princesa y lo invitó a subir a la carroza para que siguieran juntos el
paseo.
–Suba, señor Marqués –le dijo–. Mi hija, la princesa Rosalinda, y yo
estaremos encantados de su compañía.
–Es un gran honor para el más humilde de sus súbditos, Majestad –dijo éste,
haciendo una profunda reverencia.
Los caballos siguieron avanzando con paso de paseo, mientras el gato, al ver
que sus planes empezaban a tener éxito, tomó la delantera y encontrando unos
campesinos que regaban un prado les dijo:
–¡Buenas tardes, buena gente! Vengo a darles un aviso: El rey pasará por
aquí y deben decirle que este prado pertenece al señor Marqués de Carabás.
Si dicen otra cosa, les harán picadillo, como carne de pastel.
Efectivamente, al poco rato, la carroza real se detenía y el rey, sacando la
cabeza, preguntó a los segadores:
–¿De quién es el prado que están segando?
–Es del señor Marqués de Carabás –dijeron todos a la vez, pues recordaban
con susto la amenaza del gato.
–El señor Marqués tiene aquí una buena propiedad –dijo el rey, dirigiéndose
al joven Señor de Carabás.
–Ya ve, Majestad –repuso el Marqués–, es un prado que no deja de producir en
abundancia todos los años.
El Gato siempre iba adelante y se encontró con otro grupo que segaba en unos
extensos campos de trigo.
–Buenas gentes –les dijo–, si no dicen al rey, cuando pase por aquí, que
estos trigales pertenecen al señor Marqués de Carabás, les van a hacer
picadillo, como carne de pastel.
Cuando el rey pasó por el lugar, quiso saber a quién pertenecían todos
aquellos campos que veía llenos de trigo candeal.
–Son del señor Marqués de Carabás –respondieron a coro los segadores.
–Le felicito, señor Marqués. Me complace mucho ver su hermosa propiedad.
–Todo lo mío está a su disposición –dijo el Marqués, mirando con amor a la
princesa.
El gato, que continuaba yendo delante de la carroza, decía a todos los que
encontraba trabajando lo mismo que a los segadores. El rey estaba asombrado
de las grandes posesiones del señor Marqués de Carabás.
Pero el plan del inteligente animal no había dejado de lado ningún detalle
que sirviera para dar brillo y lustre a su amo, el improvisado Marqués de
Carabás. Siempre corriendo, llegó a un majestuoso castillo, cuyo dueño era
un ogro, el más rico de todas aquellas tierras por las cuales el rey estaba
pasando, pues todas dependían del castillo del ogro.
El gato se había informado con cuidado de quién era el tal ogro y de la rara
cualidad que tenía. Al encontrarse con los servidores del castillo solicitó
una entrevista con el ogro.
–No he querido pasar tan cerca del castillo –dijo– sin tener el honor de
presentarle mis respetos.
–Sea bienvenido –dijo el ogro–. Me complace verlo. Hoy espero a mis amigos a
cenar.
–Me han asegurado, señor ogro, que usted tiene el don de convertirse en toda
clase de animales. Dicen que puede transformarse en león o en elefante –le
dijo el gato con aire de incredulidad.
–Pues es verdad –respondió bruscamente el ogro–, y para demostrarlo voy a
convertirme en león.
El gato se asustó tanto al ver un león ante él, que
de un salto alcanzó a subirse al alero de un tejado, aunque sus lindas botas
no eran nada buenas para andar por las tejas.
Cuando el ogro, muerto de risa ante el susto del gato, volvió a su forma
normal, el asustado gato bajó del tejado y confesó:
–Al ver el león, señor ogro, le confieso que pasé mucho miedo. Pero dígame
¿es verdad que puede tomar la forma de animalitos más pequeños? ¿Podría
convertirse en una rata o un ratoncito? Tengo que confesarle que no lo creo.
Eso es imposible.
–¿Imposible? ¡Ja, ja, ja! –replicó el ogro, riendo con suficiencia–. Ahora
verás.
En un instante la imponente figura del ogro corría por el suelo convertida
en una pequeña rata. En cuanto la vio el gato... ¡zas!, se arrojó sobre ella
y la devoró en menos tiempo que el que se tarda en decirlo.
–Adiós para siempre, Señor Ogro –gritó contento el gato, contoneándose con
sus elegantes botas.
Entretanto el rey, al ver el magnífico castillo del ogro quiso entrar en él. El gato, que oyó el ruido de la carroza, pasó por el puente levadizo y corrió al encuentro del rey.
–Sea bienvenido, Su Majestad, al castillo del señor Marqués de Carabás –le
dijo abriendo la portezuela de la carroza real.
–¡Pero, señor Marqués! ¿También es suyo el castillo? –exclamó admirado el
rey–. No hay nada más hermoso que esta explanada y los edificios que la
rodean. ¿Me permite ver el interior?
–Nunca más honrado este humilde súbdito de Su Majestad –dijo con donaire el
Marqués, dando la mano galantemente a la princesita Rosalinda.
Abría la marcha el rey, luego el apuesto Marqués de Carabás con la princesa
y, dirigiendo la ceremonia de recepción, el señor Gato enseñaba el vestíbulo
con los pajes engalanados flanqueando a la comitiva. Ésta se dirigió luego a
una gran sala, donde había servida una magnífica cena.
El infortunado Ogro la había preparado para unos amigos que debían visitarle
aquel mismo día y que no se habían atrevido a entrar al saber que el rey
estaba en el castillo.
El rey estaba encantado de las cualidades del Marqués de Carabás y ya se
había dado cuenta de las miradas de amor que se cruzaban el marqués y la
princesa.
En un momento de la cena, cuando ya todos habían bebido algunas copas de
vino, fue fácil exteriorizar los sentimientos:
–Señor Marqués –dijo el rey–, sólo de usted y de mi hija, la princesa
Rosalinda, depende que llegue a ser mi yerno. ¿Qué dicen ustedes?
–Yo estoy enamorado de la princesa –repuso el marqués mirándola a los ojos-.
¿Podré esperar que ella acepte mi deseo de ser su esposo?
–Es lo que más quiero en este mundo –respondió ruborizada la feliz
Rosalinda, dejando descansar sus manitas entre las del marqués y diciendo
con los ojos lo que su recato le impedía decir con los labios.
Aquel mismo día se hicieron los preparativos para la boda y al día siguiente, cuando el sol hacía brillar el oro del palacio, la feliz pareja se unía en matrimonio en la más fastuosa ceremonia. Rosalinda iba hermosa como una flor recién abierta, y el marqués como el joven más apuesto y enamorado del mundo.
Todo el
reino celebró las bodas durante ocho días. El rey vio partir a la pareja
hacia el castillo del marqués con lágrimas de alegría, y el gato...
¿Qué sucedió con el señor Gato?
Pues que se convirtió en un gran señor y ya no corrió tras los ratones más
que para divertirse. Y cuando el rey murió y el marqués ocupó el trono que
dejaba vacío, se convirtió en el primer caballero de la corte.
Dicen que cuando nadie le
veía, el gato se quitaba las incómodas botas y corría por los tejados a
verse con una blanca gatita que le quitaba el sueño.
De esa relación, cuentan, nació una hermosa familia gatuna que tuvo luego
sus propias historias para contar.