MUÑECO DE NIEVE
Había una vez, en pleno invierno,
un muñeco de nieve que se decía muy contento: "Con este frío, mi cuerpo
parece alegrarse. El viento helado me hace bien, mientras que a los niños
les molesta y produce escalofríos".
Al muñeco lo habían fabricado varios niños del barrio amasando trozos de
nieve.
Parecía un muñeco indestructible,
lanzando simpáticas miradas a través de sus negros y brillantes ojos.
Aquel día, cuando se escondió el sol y en su lugar apareció la luna, el
muñeco de nieve exclamó:
–¡Vaya! –y creyendo que era el sol el que se mostraba de nuevo agregó–:
¡Ahora vuelve a estar del otro lado! ¡Bah! A mí qué me importa, mientras
siga iluminándome para poder ver todo lo que ocurre a mi alrededor... ¡Ah!
Si pudiera moverme como esos niños que me crearon. Pero, pobre de mí. No
puedo dar ni un paso...
Entonces se oyeron unos ladridos. El perro de la casa cercana al muñeco
había escuchado las palabras de éste y reprochándole, le dijo:
–¡Ignorante! No tienes experiencia de nada. ¡Eso que ves ahí arriba es la
luna! Lo que viste antes era el sol. Son cosas distintas. Pero cuidado,
porque mañana habrá cambios importantes.
Sin comprender, el muñeco de nieve preguntó:
–¿Qué pasará mañana?
–Cambiará el tiempo; lo sé porque el dolor que siento en la pata izquierda
me lo anuncia; no falla nunca, no lo dudes.
"No comprendo lo que me está diciendo –pensó el muñeco de nieve–, pero
presiento que me anuncia algo bueno. Lo único que veo es que el sol no me
tiene mucha simpatía. ¿Por qué será? Yo no he hecho nada malo..."
El perro se fue sin decir nada.
A la mañana siguiente, una densa niebla lo envolvió todo. El tiempo había
cambiado. Poco después empezó a soplar un viento helado y el frío aumentó.
Pero pronto salió el sol y un paisaje maravilloso rodeó al muñeco de nieve.
Brillaba todo y la naturaleza, vestida de escarcha, parecía un bosque
blanco.
El muñeco de nieve permanecía en su lugar cuando el perro se le acercó
diciéndole:
–¿Viste? Te lo dije; hoy el tiempo iba a cambiar.
–El frío es lo mejor del
mundo –suspiró el blanco muñeco–. Anda, cuéntame de lo que tú sabes. Pareces
un perro con experiencia.
–¡Guau! ¡Guau! ¡Cómo añoro una estufa! –se quejó el perro.
–¿Una estufa? ¿Qué es eso?
–Mira. Cuando yo era un cachorro, se me permitía estar dentro de la casa,
incluso sobre las faldas de mis amas. Pero fui creciendo y parece que empecé
a estorbar a todos en la casa; fue entonces cuando me echaron al jardín. Ya
no pude acurrucarme más al lado de la estufa en el invierno. ¡Cómo la
recuerdo! ¡Guau! ¡Guau! En invierno la estufa es la vida.
–¿Cómo es una estufa? –preguntó curioso el muñeco de nieve–. ¿Se parece a
mí?
–¡Nada de eso! Todo lo contrario. Tú eres blanco y la estufa es negra y
tiene un cuello muy largo que termina en la pared, por donde sale el humo.
Siempre tiene hambre, y traga tanto carbón como fuego echa por su boca...
¡Ah! Si uno se pone cerca de ella, se siente un agradable calorcito.
El muñeco de nieve sintió algo vago e indefinible, pero era un sentimiento
que todo el mundo conoce muy bien, aunque no sea muñeco de nieve como él. El
perro siguió contándole su historia, pero el blanco muñeco ya no le oía.
Miraba, pensativo y silencioso, hacia el horizonte, intentando imaginar
aquella estufa de pie, elegante, tan alta como él, lanzando un aire tibio y
agradable: ¡Qué bien debía estarse a su lado!
–Siento una cosa muy rara dentro de mí –dijo–. ¡Si pudiera llegar hasta la
estufa! Estoy seguro de que mi deseo se podría cumplir; deseo con toda mi
alma poder descansar junto a ella.
–No podrás, porque ya no me permiten entrar a la casa. Y si tú pudieras
entrar y estar a su lado, sería tu perdición –le dijo el perro.
Pero el muñeco de nieve no comprendió lo que le decían. ¿Cómo podía ser
posible que fuera su perdición si el propio perro afirmaba que se estaba muy
bien al lado de la estufa?
La noche fue muy larga, aunque para el muñeco de nieve pasó como un sueño.
Sus ojos estaban perdidos en la imagen de aquella estufa y su helado cerebro
intentaba descubrir la forma de estar junto a ella.
Al amanecer, el perro contempló al muñeco asombrado.
–No te entiendo, amigo. Cualquier muñeco como tú se sentiría feliz de
permanecer helado y lejos de la tibieza del fuego que lanza una estufa. Si
te acercas a ella, te derrites y es tu fin. ¿Por qué no tratas de dejar de
pensar en esa loca idea de estar junto a ella? –dijo el perro, y agregó–:
Además, vamos a tener luego cambios de temperatura.
Así ocurrió; después de aquellos días tan fríos empezó lentamente el
deshielo. El muñeco de nieve iba adelgazando por momentos, pero de su cuerpo
no salía ni una queja. Ese era el peor síntoma.
Al fin, una mañana apareció hecho un montón de nieve que se derretía
rápidamente. Sólo quedaba en pie una escoba, en torno a la cual habían
prensado los niños la nieve para formar su muñeco. Y atada a la escoba había
una paleta de hierro de las que se usan para avivar el fuego de las estufas
a carbón.
El perro miró perplejo la paleta.
–¿Será éste el motivo por el cual el muñeco de nieve sentía tan extraña
atracción por el fuego de la estufa? Sin duda debe ser así, ya que tenía un
escarbador por corazón. ¡Guau! ¡guau! Ya todo terminó para él.
El perro siguió viendo cómo terminaba el invierno y comenzaba la primavera,
oyendo cómo los gritos de los niños llenaban el jardín iluminado por el
brillante y tibio sol, enemigo de la nieve. Y se dio cuenta también de que
ya ni siquiera los niños que habían creado al muñeco de nieve se acordaban
de él.